La política migratoria se apoya más en bulla que en resultados, más en lío que en soluciones.
Por detrás del ruido, hay una calculadora. La política migratoria ha servido para distraer, no para resolver. Y con el tema de Haití, el gobierno parece estar en un lío sin salida: "no puede bailar con la capa, pero tampoco sin ella".
Desde hace pilas de meses, el gobierno dominicano ha puesto el tema haitiano como prioridad de seguridad y política exterior, y también como un truco para desviar la atención interna.
Sabiendo que la cosa está difícil, el gobierno ha encontrado en la inmigración irregular una forma de escapar del ojo que todo lo ve sobre problemas más grandes: la deuda subiendo, promesas que no se cumplen, poco gasto público y una economía que está cogiendo aire.
La insistencia en un discurso de mano dura, con metas como mandar pa’ fuera a diez mil haitianos cada semana o cerrar los hospitales a las extranjeras que vienen a parir, ha servido para unir a los de adentro y poner a la oposición en aprietos.
Pero esta política, lejos de ser efectiva o durable, ha mostrado sus límites. Ni se ha logrado la meta de deportaciones, ni se ha evitado el daño en sectores que dependen del trabajo haitiano y en la imagen del país afuera.
Se han creado expectativas y levantado opiniones positivas para resultados difíciles de alcanzar. El resultado ha sido una paradoja: mientras se expulsa en nombre de la soberanía, se pide -desde el mismo gobierno- una regularización urgente.
Ya hemos tenido políticas fallidas con Haití, como el lío en 2023 por el canal de riego que ellos hicieron del lado del río Masacre.
La autoridad dominicana respondió con soldados en la frontera, cerrando los mercados binacionales y hablando duro, lo cual subió la tensión.
Pero el tiempo ha demostrado que el verdadero peligro no era el canal -que ha trabajado sin grandes problemas para nosotros-, sino la posible entrada de bandas y el crimen organizado haitiano para acá.
La militarización quizás asustó un poco, pero no ha parado la entrada de indocumentados, como lo dicen las cifras oficiales y los operativos en la frontera que se reportan casi todos los días. De paso, nos echamos en contra a los pocos haitianos que nos querían.
El expresidente Hipólito Mejía, que es clave en el PRM y pana del presidente Abinader, ha pedido que se ordene el uso de trabajadores haitianos en la agroindustria, la construcción y otros sectores importantes.
Pero el gobierno, atrapado en su discurso, no ha podido asumir esa petición con madurez política. En su lugar, ha creado una nueva comisión para reformar la Ley de Migración, lo cual suena más a pérdida de tiempo que a reforma.
Lo más curioso es que, más allá de los discursos simbólicos, el Gobierno no ha dado una explicación sólida para justificar las expulsiones masivas de haitianos.
Las explicaciones han sido genéricas -soberanía, identidad, presión sobre los servicios públicos-, pero sin datos verificables, diagnósticos creíbles o evaluaciones de impacto.
Sin sustento técnico, sin informes públicos, la política migratoria parece más un instrumento de desgaste electoral y entretenimiento para las redes, que una respuesta coherente a un problema complicado.
A pesar de todo, el haitiano sigue aquí, dada la complejidad de una mano de obra indocumentada que se metió, tiempo atrás, en el aparato productivo nacional, con el Estado de mero espectador.
La administración dominicana tampoco ha sabido -o no ha querido- distinguir entre una amenaza interna fabricada y la verdadera causa del problema: la profunda crisis político-económica en Haití y el colapso del Estado vecino, crisis que empeora con la llegada inesperada de miles de haitianos pobres desde nuestra geografía.
En el intento de buscar apoyo internacional, nos hemos quedado solos. Los apoyos recibidos han sido puntuales, contradictorios y claramente insuficientes para armar una estrategia regional. La política migratoria se sostiene más en gestos que en resultados, más en tensión que en soluciones.
Sí se ha visto el daño económico: cosechas y obras demoradas, presiones de precios en cosas básicas y una industria turística que mira preocupada las críticas internacionales sobre el trato a mujeres haitianas embarazadas y las condiciones de los deportados.
Por ahora, Estados Unidos ha sido indulgente, ocupado en su propio lío con la migración irregular. Pero incluso Washington ha comenzado a poner límites: una cosa es controlar a los migrantes; otra, muy diferente, es manejar el colapso haitiano como una amenaza para toda la región.
En ese terreno, ni la Casa Blanca ni el Palacio Nacional han logrado armar una coalición creíble.
Y así, el Gobierno dominicano ha convertido la migración haitiana en su capa: la necesita para bailar el ritmo político interno, pero se tropieza cada vez que intenta avanzar con ella puesta. Sin ese recurso retórico, pierde foco y narrativa. Con él, se enreda en sus propias contradicciones.
Promete control, pero tolera el desorden; clama soberanía, pero deja vacíos legales; exige orden, pero reacciona con improvisación.
Como en la vieja adivinanza popular: "para bailar me pongo la capa, para bailar me la vuelvo a quitar; yo no puedo bailar con la capa y sin la capa no puedo bailar".
Así parece moverse el Gobierno en su política haitiana: atrapado entre la necesidad de endurecer el discurso y la imposibilidad real de llevarlo a término; entre el miedo a ceder y la certeza de que, sin soluciones estructurales, todo gesto es transitorio.
El dilema no es retórico. Es de gobernabilidad. Y mientras no se asuma que la capa -el tema haitiano- no es ni adorno ni pretexto, sino un desafío regional que exige visión de Estado, el baile seguirá siendo torpe, circular y estéril.
Ver todo