Ana Julia Quezada: una vida "al filo del abismo"

Del prostíbulo a la cárcel, de una niñez rota al crimen. El 27 de febrero, día de la independencia dominicana, fue cuando empezó el caso que sacudió a España.

Ana Julia Quezada llegó a España siendo aún una jevita, llevada por una tía pa' trabajar en un club de mujeres. Fue madre joven, perdió a su hija en situaciones raras, trató de rehacer su vida con silencios y escapadas, hasta que el asesinato del niño Gabriel Cruz la puso en la mira de todo el país.

La fecha de su crimen —27 de febrero— coincide, irónicamente, con la celebración de la independencia de su tierra natal, República Dominicana. Ahora, condenada a cadena perpetua, vuelve a estar en el lío por una relación con un funcionario de la cárcel de Brieva, donde también estuvo el cuñado del rey. Su historia, sin excusas ni consuelo, es un espejo roto donde se mezclan la marginalidad, la manipulación y el trauma sin resolver.

Ana Julia nació en 1974 en La Vega, República Dominicana. Creció en La Cabuya, un barrio de pocas oportunidades. Tenía solo 16 años cuando una tía le prometió cambiar su suerte. Le pintó España como un paraíso: trabajo, estabilidad, una vida nueva. La muchacha no lo pensó dos veces. Viajó llena de sueños, pero al llegar a Burgos, todo se le viró.

La llevaron a un club de mujeres llamado El Piccolo, en la carretera Madrid-Irún. Pronto empezó a trabajar también en otro sitio similar llamado Las Malvinas. Allí, entre tragos forzados y noches que no acababan, Ana Julia conoció a Miguel Ángel, un camionero local que se enamoró de ella. La historia parece sacada de una novela para los que los conocieron: él se enamoró, y ella —cansada, sola, sin papeles— vio una salida.

La gente de Miguel Ángel dice que la "rescató" del burdel sin nada: "Con decirte que no tenía ni bragas (ropa interior), que se las compramos nosotros", contó un allegado al diario El Español. Era una mujer sin bienes, sin raíces, sin identidad, reconstruyéndose con el cariño de un hombre que vio en ella algo más que un cuerpo al servicio de otros.

Poco después se casaron, y Ana Julia quedó embarazada. Para entonces, ya había dejado atrás los clubes, pero no el pasado. Miguel Ángel le propuso traer a su hija Ridelca, de cuatro años, que vivía en República Dominicana con parientes. Ella aceptó. La niña llegó en diciembre de 1995 y parecía que todo iba a mejorar. Pero esa paz duró poco. En 1996, Ridelca murió al caer de una ventana de un séptimo piso.

El caso se cerró como un accidente. Ana Julia dijo que había dejado la ventana entreabierta para ventilar. Fue una muerte silenciada. Sin escándalo. Sin luto visible.

La relación con Miguel Ángel se rompió. Ella lo denunció por malos tratos y obtuvo una orden de alejamiento. Desde entonces, su vida fue una cadena de trabajos domésticos, relaciones fallidas y mudanzas. Había hecho una rutina en la periferia, siempre con algo que ocultar, siempre reinventándose.

Ya en Almería, conoció a Ángel David Cruz. Vivieron juntos, y fue allí donde el destino de Ana Julia se cruzó con el de un niño que no pudo defenderse. Gabriel Cruz, hijo de Ángel David, desapareció el 27 de febrero de 2018, la misma fecha en que su país natal celebraba su independencia.

Un símbolo cruel: mientras la República Dominicana recordaba su libertad, Ana Julia mataba a un niño de ocho años y lo enterraba en el maletero de su carro. Durante doce días, fingió buscarlo. Lloró, abrazó cámaras, caminó junto a los padres en marchas y vigilias. Pero Gabriel estaba muerto desde el primer día, asfixiado por sus manos.

La frialdad con que actuó multiplicó la indignación pública. Fue condenada a prisión permanente revisable por asesinato con alevosía, agravante de parentesco y ocultación de cadáver.

Hoy cumple condena en la prisión de Brieva, en Ávila, la misma cárcel donde estuvo Iñaki Urdangarin, cuñado del rey. En ese sitio discreto y de alta seguridad, Ana Julia volvió a ser noticia: recientemente fue investigada por tener una relación íntima con un funcionario de la cárcel. No era la primera vez que se le atribuían comportamientos manipuladores en prisión.

Mientras tanto, Patricia Ramírez, madre de Gabriel, ha denunciado repetidamente el uso que Ana Julia hizo de su condición de mujer, inmigrante y madre para construir una imagen manipuladora. "No se arrepiente, no siente", ha dicho. La justicia, al menos, ya ha hablado.

Es el retrato de una vida que se construyó entre fracturas y terminó hecha pedazos. Y la paradoja final —un crimen cometido el mismo día que su país celebra su libertad— queda como cicatriz simbólica de una existencia donde nunca hubo verdadera redención.

Ana Julia Quezada es, sí, dominicana de nacimiento. Pero su vida adulta, sus afectos, sus rupturas, sus traumas y —sobre todo— sus crímenes se desarrollaron en España, país del que también adquirió la nacionalidad. Fue en territorio español donde se formaron sus patrones destructivos, donde ocurrieron sus desvaríos afectivos, sus estallidos emocionales y su progresiva desconexión de la empatía. Las cicatrices de su vida no solo vienen de lejos: muchas fueron abiertas —y no cicatrizadas— en el país que le ofreció una segunda oportunidad... y donde la historia terminó en tragedia.

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